domingo, 19 de mayo de 2013

Bienaventuranzas y lamentos para tiempos difíciles

Hoy acudo a un libro que me regaló un amigo para buscar en él un poco de iluminación y también de consuelo. Me detengo en unas páginas que me cuestionan especialmente y que elijo para rezarlas en presencia del Dios Padre del Amor y de la Misericordia.
Es Pentecostés y pido al Espíritu Santo que a mí y a mis cercanos nos inunde con los dones del amor y de la misericordia. Nos hace mucha falta. Sin estos dones es imposible que construyamos la Iglesia, la fraternidad de hermanos que da testimonio de Jesús resucitado, vencedor del pecado y de la muerte.


¡FELICES LOS QUE ESCUCHAN LA PALABRA
Y SE ESFUERZAN EN CUMPLIRLA,
PORQUE SU VIDA SERÁ COMO UN TRIGAL DORADO!

Escuchar.
Palabra hermosa. Decisión de respeto. Señal de presencia fra-
ternal. Hacer caso del tú y del vosotros y del ellos y él. Poner
atentos los oídos y en sintonía el corazón. Elevar antenas y abrir
canales.
Porque, entre todas las voces, acaso se esté oyendo la de él.
El, que es Palabra viva, eficaz y consolante.
¡Felices los que escuchan la Palabra!
Lo dijo Jesús en ocasión solemne. Y existe la palabra ade-
cuada para identificarlos. Es una palabra histórica y vieja de
otros tiempos, llena de evocaciones de justicia: «oidores». Oido-
res de los hombres; oídos y ojos abiertos a todo mensaje y a
todo grito. Escuchas vigilantes. Porque no es fácil oír, no...
Hemos cantado alguna vez que «su palabra es murmullo y no
oímos». No oímos tantas veces
porque hace falta paciencia, dejar que el ruido pase y
encerrarse en rincones de intimidad;
porque hay que imponer silencio dentro de uno mismo,
hacer callar los diarios instintos, encadenar el mal que
en uno nace;
porque hay que saber ponerse al lado, conectar, enchu-
far... dejar establecido el contacto con el mundo en
torno;
porque es aceptar, en principio; es hacer pacto de tole-
rancia y apertura
con ideas nuevas
con personas nuevas
con técnicas nuevas
con un mundo diverso.
Por eso, felices. Por desprendidos, por abiertos, por gente
con disponibilidad para escuchar la palabra que se lee como carta
de un amigo en la vieja biblia de cabecera; la que se repite en
el quehacer de cada jornada reflejando las señales de los tiempos
y las pistas por donde anda Dios y viene acercándose el futuro;
esa palabra que vive y se renueva vigorosamente en el encuentro
con el Señor Jesús.
¡Felices los que saben escuchar,
los que llegan a oír,
los que aguardan...!
Y felices especialmente si se ponen a cumplirla, en actitud
de eficacia y compromiso
aunque sea bajo el acoso de los diarios desfallecimientos;
aunque sea con la conciencia de infinitas limitaciones;
aunque su esfuerzo no sirva siempre de faro visto y en-
tendido;
aunque se pueda convertir en reproche permanente del
ideal no logrado.
A pesar de todo,
¡felices si lo intentan!
Felices todos los que no se cansan de empezar de nuevo;
los que eligen camino en cada amanecer; los que siembran la
palabra diariamente para que dé el ciento por uno.
Porque entonces su vida será como un trigal dorado, aunque
ellos no se enteren nunca. Y hasta las aves comerán en su cam-
po. Y su existencia habrá estado alimentando ideales y esperan-
zas. Y dará fruto abundante.
Pero hay que esforzarse:
prepararse en cada hora para escuchar también a los hom-
bres, incluso cuando su intemperancia duele y su albo-
roto en torno aturde a los oídos propios;
multiplicar los contactos, para no escuchar siempre en la
misma onda y el mismo canal, lo que estrecha la con-
ciencia y limita comprensiones;
estar dispuestos a servir de bálsamo, cuando debes con-
vertirte en lago remansado a donde acuden los veci-
nos no a pedir consejos, no a ayudarte. Simplemente
a que alguien les escuche.
Hay que esforzarse.
Buscar la verdad es tarea de mañana y noche, de atardecer
y mediodía. Y no sabemos en qué momento una partecita nos
llegará. Pero nunca de regalo, sino como resultado
de un esfuerzo,
de un largo silencio
de una espera reflexiva.

pero…
¡AY DE VOSOTROS, LOS QUE MANIPULÁIS
Y CONGELÁIS HASTA EL EVANGELIO,
PORQUE SE OS CONGELARÁ EL CORAZÓN
Y SERÁN VUESTRAS MANOS PARALÍTICAS!



¡Cuidado!
Hay que estar vigilantes. Que es más cómodo darse de una
vez por enterados. Creer que ya hemos llegado a «la» verdad
y contentarnos con la verdad «nuestra»; una especie de evan-
gelio para andar por casa cuyas certezas suenan bien a los pro-
pios instintos y a la pereza permanente.
¡Cuidado!
Es la hora de la manipulación y del engaño más o menos
encubiertos. La hora de las transacciones y compraventas inten-
tadas hasta en lo más sagrado. Con mayor o menor
consciencia.
Y, ¡ay de los que aceptan la situación conscientemente!
porque si congelan el evangelio se les congelará a ellos
el alma;
porque si lo manipulan queda embarrado en el propio
inevitable lodo;
porque la verdad se irá deformando en su interior; y la
deformación se trasluce y provoca el escándalo;
porque manipular es oficio diabólico: dar por verdad la
mentira y la mentira por verdad;
porque suele ser movida por el egoísmo;
porque se congela igualmente la búsqueda de la verdad.
No se la deja florecer. Y se va a más: se la enmudece,
se la mata, se la amordaza, se la sepulta;
porque es hacer inútil el evangelio; pretender dominarlo
y oprimirlo.
El resultado es triste.
Se les va a congelar el corazón tarde o temprano; y más tem-
prano que tarde. Viene a ser gente que de verdad no compadece,
incluso cuando llora; que no se conmueve ante la injusticia, aun-
que hace gestos y dice palabritas; que hace oídos sordos ante
la necesidad de cada día. Corazón congelado. Capaces de pagar
a sicarios disfrazados para que hagan en su nombre el mal que
por cobardía no se atreven a hacer directamente.
Corazón congelado.
Y manos paralíticas. Inertes para la acción que en teoría se
aceptaba. Manos
que convierten la palabra viva en voz muerta y sin sig-
nificado;
que vuelven ambigua la verdad clara porque sus acciones
también lo son;
que dicen «sí» y «ahora», pero ni van ni actúan;
que se vuelven incapaces para el saludo.
Y para la comunicación.
Incluso para pedir.
Y, sobre todo, para dar.
Y para darse.


Bienaventuranzas y lamentos para tiempos difíciles. Alonso Alonso, Antonio. Edics. Sígueme, Salamanca 1986, pp. 135-144